El Secreto del Mago: Las Arenas de Dallan I

 Yunque destrozó de un fuerte martillazo la puerta de la casa desatando gritos de terror. En su interior, una madre anónima con sus dos hijos sin rostro empuñó una daga curva con temblorosas manos morenas. El infante pesado sonrió tras su abollado casco y de un salto se internó en la morada a través de los restos de la puerta.

La estancia, en penumbra por las puertas y ventanas atrancadas, era la típica sala común de suelo de juncos y paredes de adobe con una mesa, varias ánforas vacías y nada más. Yunque, con andares pesados avanzó con confianza agarrando el martillo con una sola mano y señaló con él a los dos infantes que se parapetaban detrás de su madre como un guerrero tras una muralla en un asedio sin esperanza.

-Los niños- exigió en kazino con un fuerte acento cerrado del sur.

La mujer no respondió con otra cosa que aferrar la daga con aquellas manos del color de la arena al atardecer. El infante del ejército brasali descargó el martillo sobre la mesa, que estalló en una nube de astillas.

Los niños gritaron aterrados y la madre soltó la daga con la sombra del soldado cerniéndose sobre ellos.

-Vamos, nadie tener que morir- mintió extendiendo la mano envuelta en cuero. Las órdenes estaban claras y Yunque no era del tipo de soldado que las discutía.

El fuego ardió en los ojos de la mujer cuando se agachó para recoger la daga. Yunque no hizo ademán para detenerla y la daga se hundió con fuerza en el cuerpo de uno de los infantes, cuando la desesperada madre con rostro de arena lo atravesó.

Yunque rugió y golpeó a la madre en la nuca con un fuerte puñetazo que la mató al instante. Su cuerpo cayó junto con el niño contra la pared salpicada de sangre.

El otro niño, que más tarde descubrió que era niña, se dejó caer. Paralizado y con todos los esfínteres de su cuerpo abiertos. Yunque, que no era una persona remilgada lo agarró con brusquedad y se lo cargó a la espalda antes de registrar el resto de la casa.

Buscaba bebida pero tras unos minutos decidió probar suerte con las casas contiguas del callejón. Sin embargo todos sus ocupantes habían elegido el camino sencillo.



Para cuando llegó a la plaza de los datileros, medio centenar de niños se agrupaban aterrorizados en su centro. El lugar, rebosante de puestos de comida y mercaderes hacía solo unos pocos días antes, ahora estaba completamente arrasada y sembrada con los cadáveres de los ciudadanos de Dallan.

Hombres y mujeres, viejos y jóvenes o humanos y hombres bestia Keratan. Porque los soldados del cuarto ejército no había tenido piedad, tal y como les ordenaron los altos mandos. Yacían apilados en montones con los buitres que seguían a las tropas dándose un festín con los cuerpos. 

Algunos de los cuales eran los propios familiares de los niños supervivientes que se acurrucaban a unos pocos metros.

Yunque lanzó la carga al suelo y observó a sus compañeros: Más de un centenar de tropas de línea brasali descansaban exhaustos en el suelo mientras a lo lejos, los explosivos alquímicos de la escuela de la destrucción ponían a prueba la muralla sagrada interior de la ciudad. 

El aire olía a humo proveniente de los barrios pobres incendiados por los cucos infiltrados desde el interior de la ciudad. Estos, habían sembrado el caos con gran eficiencia, distrayendo a los magos de sus defensas en las murallas exteriores. Después, el cuarto ejército no había tenido más que romper las defensas exteriores y hacer lo que mejor se le daba hacer: Destruir al enemigo con fuego y hierro.

Con calma, el infante aceptó una de las botas de vino que le ofrecieron un grupo de ballesteros y se refrescó la garganta y la calva con el aromático líquido caliente. El sol kázino era abrasador y se acercaba el momento del día en el que el aire comenzaría a ondularse, creando espejismos en los que los espíritus del desierto despedazaban a los incautos.

“Despedazarán algo si les queda después de que pase yo” Pensó paladeando el licor. La boca le sabía a sangre y a polvo, acentuando la acidez del caldo. 

El infante no estaba contento con el curso de la batalla. Concretamente con su papel en la batalla: Este había consistido en una breve  pero intensa refriega en las puertas con la tercera oleada para después ser asignado a la labor de buscar niños y ajusticiar civiles… o como lo llamaban los mandos “Operación de limpieza y adquisición de nuevas fuerzas”.

Como si un veterano de infantería con más de una década de servicio en vanguardia fuese una escoba para barrer una casa o algo así.

Molesto por la idea, se alejó de los ballesteros hacia la fuente de la plaza y se recostó contra la piedra labrada buscando la sombra. No le apetecía hablar de nada con nadie.

-¡Yunque, calvo de mierda! ¡Por fin te encuentro!- gritó furiosa una mujer ensangrentada que avanzó cojeando hacia él. La reconoció por su enmarañada melena cobriza como Tarja, una de sus compañeras de unidad. La guerrera había perdido su espada larga y levaba a cinco niños caminando cabizbajos tras de sí, su nudillos estaban llenos de sangre.

-Tarja, veo que te ha ido bien en operación de limpieza- la felicitó con voz amarga –¿Vino?-

La robusta mujer pelirroja le arrancó la bota de las manos y bebió hasta vaciarla, dejándose caer al suelo jadeando.

-He… recorrido… media puta ciudad buscándote. ¿Qué… haces aquí?- farfulló la joven tosiendo.

Yunque miró la pierna de la mujer. La sangre que la cubría era suya.

-Necesitas un vendaje. Dónde están Ánfora y el resto cuando se les necesita… ¡Sanador! ¡Aquí!- gritó a uno de los grupos más cercanos. De inmediato un hombre de piel cetrina y rostro carcomido por la viruela se acercó hasta ellos, arrodillándose para atenderla.

La robusta guerrera no se resistió ni se quejó ante la poca sutileza de los cuidados. Se limitó a quedarse mirando al cielo despejado, entornando los ojos de dolor.

-Están en el barrio de los canteros, defendiendo un sanatorio para los nuestros. De allí vengo, con órdenes para ti y para Tecla si sigue viva y la encontramos.-

Yunque se incorporó de golpe olvidando por completo su enfado, con sus pequeños ojos brillantes de emoción. El martillo cayó de sus rodillas al suelo de piedra lleno de arena, sangre seca y polvo.

-¿Órdenes? ¿Nos movemos?- 

-Somos la segunda oleada.- confirmó Tarja sonriendo. –Entramos por todo lo alto cuando suenen los cuernos o Teneb nos lo confirme. Así que vas a tener que mover ese culo grasiento si no quieres que nos cuelguen  por no llegar a tiempo.-

-Ni en un millón de años vagando por esta mierda de desierto, levanta o te quedarás atrás- contestó el infante levantándola de un fuerte tirón.

Entonces, recogió el martillo y comenzó a andar seguido de su compañera. Con un poco de suerte, llegaría a tiempo para cargar el primero por la brecha y hundir su martillo en el cráneo de uno de los magos terrestres que formaban la élite del gobierno de la ciudad.

-Sí, eso me arreglaría el día, en verdad.- murmuró para sí antes de asistir a su compañera y acelerar el paso.  Los espíritus de la batalla se reunían para el asalto final y él nunca había rechazado una invitación para salir a bailar.

Al despertar, el murmullo de una embarcación moviéndose por la aguas calmada, el pulsar brillo de las estrellas y el colorido resplandor de la Maraña lo recibieron, espantando la oscuridad.


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